martes, 14 de febrero de 2012

LA REINVENCIÓN DE PATRICIO





Lamió con deleite el sabor de la sal que le dejara la brisa de la tarde adherida en el ralo bigote. No sintió nada bajo el costado siempre adolorido. En el lugar de la herida, antes sangrante, aparece ahora una leve costra escarlata, del color del vino, del lacre oscuro de las cartas que dejo de recibir, allende cruzando el mar. ¿De dónde venían? No importaba el país o el reino, sólo sabía que provenían de sus manos, de sus manos pequeñas y perfumadas. Manos que escribieron con letra menuda, redonda, arabescos de flores, de animalitos curiosos que se ponían una a una sobre las líneas uniformes, diciendo cosas imposibles, sueños irredentos, aventuras nunca vividas pero siempre embriagantes de pasiones y peligros. La recordaba, apenas vestida con una bata de tul, acodada en el balcón, aspirando la brisa salobre del mar, inmenso y ceniciento, apenas una manta donde se reflejaba la luz de la luna, y una y otra estrella se engarzaba en sus olas perdidas en el abrazo lejano de una gaviota, un somormujo, quizá de un albatros. De pronto se inclinó, el dolor nuevamente vino a cubrir el silencio de la tarde, la arena manchada por escupitajos de mar, del quiebre de las olas sobre los arrecifes, las paredes de la celda están cubiertas de inscripciones hechas con lajas de piedra, extraídas de las propias paredes. Se detuvo a mirar una de ellas, parecía mucha más antigua que las demás, pero a diferencia de las otras que leyó antes, esta no es una maldición, ni una obscenidad, tampoco una oración de esperanza, es un poema, breve y casi ilegible, encerrado en un corazón algo deforme:

Seul l'amour,
Quand tu es seul,
Seul l'amour.

“Sólo el amor/Cuando estas solo/Sólo el amor”, decía la inscripción en mal francés. Patricio recordó entonces cuantas veces estuvo sólo, perdido en esa tormenta de arena que es la soledad, donde sólo oyes el ruido de tu corazón. Nada más, pues estas solo. Literalmente. Recordó entonces la última de las cartas de su amada. Esa carta que salvo de perecer en medio del naufragio, cuando aferrado a la viga de un trinquete de la nao siniestrada, se sostenía abrazado al cofre lastrado de sus recuerdos.
Tomo entonces una de sus cartas amarillentas, apenas unas alas de mariposa, con una tinta sepia que la hacía más pálida. La leyó despacio, sin evitar que unas lágrimas gruesas corrieran por sus mejillas. Era una nota de despedida, y su última frase se le atragantó nuevamente como en cada vez que la releía. “…Adiós amor, aun cuando se ama, se sabe decir también adiós. Ve con toda la fuerza del amor que aun siento por ti, en estos momentos que mi vida se extingue. Solo deseo que conserves este sentimiento, como una fuerza que te acompañará siempre. Pero aun cuando ya no volvamos a estar juntos nuevamente, no dejes de amar, el amor vive siempre, esta entre nosotros todos los días de nuestra vida, en los pequeños detalles de lo que vivimos a diario, y no solo en el recuerdo de quien nos amó. El amor es vida, y la vida siempre derrota a la muerte. Por eso y por el amor que siempre nos tuvimos, tienes que seguir viviendo, por eso tienes la obligación de seguir amando. Te amo”.
Patricio se incorporó lentamente, miró nuevamente por la ventana, allá estaba el mar que lo había traído. Lo esperaba como siempre. Tomó los barrotes de su celda, tiró de ellos con firmeza y la puerta cedió. Siempre estuvo abierta.

domingo, 5 de febrero de 2012

ELOGIO DE LA CIGARRA


ES HARTO CONOCIDA LA HISTORIA DE LA HOLGAZANA CIGARRA QUE SE PASÓ EL VERANO CANTANDO, en tanto la laboriosa hormiga acopiaba provisiones para el crudo invierno. Esopo, La Fontaine y el hispano Samaniego nos restregaron en la nariz tal par antitético. Recuerdo que esta fábula era favorita de los maestros en la escuela para demostrar paradigmáticamente que quienes se dedicaban al trabajo tenían recompensa. Caso contrario de quienes se dedicaban olímpicamente a la vagancia, estirpe estigmatizada que yo y otros nada aplicados escolares suscribimos con orgullo. Ora et labora me sermoneaban los curas de la escuela cuando, en lugar de acometer las tareas escolares, prefería leer a mis anchas y divertirme dibujando mis personajes de ficción. Por supuesto que nunca les hice caso pese a sus reprimendas.
A semejanza de las cigarras, algunos congéneres humanos del reino este mundo han sido vilipendiados por su natural orientación al ocio. Carentes de un sentido práctico de la vida, diletantes e incomprendidos, estos individuos muestran una propensión a actividades aparentemente inútiles, estos personajes han sido cuestionados desde siempre, y declarados como el mal ejemplo que no ha de seguirse. Nada más lejano a la realidad. Ese ocio no puede confundirse con la holgazanería, con la pereza o menos con la improductividad. El ocioso trabaja pero no se distingue por su alta productividad si la reducimos a la cantidad. El ocioso, por el contrario, es un ser muy laborioso, pero que sigue los dictados de su propia motivación para el trabajo. El ocioso se toma su tiempo para todo, y si bien hay ejemplos de creadores disciplinados que se levantan muy temprano o se acuestan muy tarde para dedicarse a sus anchas a la meritoria labor de escribir, pintar, o simplemente meditar. La ociosidad es el medio propicio para el bien pensar, libre de ataduras, ajeno a los condicionamientos externos. El ocioso es productivo en función a la calidad. Y es que la ociosidad está ligada a la creatividad. El ocioso es un creador por excelencia pero que no necesita sujetarse al canon del trabajador en serie, de aquel que reduce el éxito de su vida a la monda competencia. El ocioso compite con sí mismo, de allí su búsqueda permanente de la perfección, del artista que nunca terminaba de pulir su obra, del poeta que no termina de corregir sus poemas donde sabe que la mitad de lo producido es obra de la inspiración y, la otra mitad, de la propia transpiración. De allí que las obras maestras no se esperan una tras otra, sino que se producen luego de un proceso laborioso e intrincado, donde el creador usa cerebro, corazón y manos.
Pero volviendo a la cigarra, hemos de decir que el famoso insecto es parte de una familia increíblemente numerosa de insectos llamada Cicadidae que viven en todo el planeta, y que son motivo de discusión de los entomólogos que intentan culminar complicada taxonomía a partir de nuevas subfamilias y tribus. Algunas verdades sobre las cigarras: Las hembras ponen sus huevos sobre la tierra, los insectos jóvenes (o ninfas) penetran en la tierra, viven allí durante muchos años alimentándose de la savia de las raíces, internándose por túneles subterráneos que construyen hábilmente. Posteriormente suben a los árboles y sufren su metamorfosis final que los convierte en adultos con alas y genitales listos para reproducirse. Es justamente en el verano en que tiene ocurrencia esta parte fundamental de su ciclo vital, en ella los machos emiten un sonido muy especial para llamar la atención de sus parejas, pues ese chirriar constituye su canto de cortejo y apareamiento. Lo sorprendente es que las hembras ponen sus huevos y mueren poco después, e inclusive los machos pueden llegar a morirse durante estos cantos por el uso continuo de su instrumento sonoro. De allí que resulta de una perfecta ignorancia la idea que las cigarras se las pasan de cantoras en el verano. Trabajan duro para reproducirse y hasta mueren en el intento. De allí que la proverbial improductividad atribuida al insecto no es sino una mera fábula.
Y es que la ociosidad, bien entendida, no conduce al inmovilismo, a la ausencia de actividad. Todo lo contrario, hemos visto está íntimamente asociada a la creatividad, pero como veremos, también al placer. En la filosofía griega de la antigüedad, los filósofos epicúreos proponían como demiurgo de la vida el placer. Pero a diferencia de quienes atribuían el placer a partir de las sensaciones del mundo material, los epicúreos prefieren a estos, los placeres espirituales que producen la inalterabilidad del ánimo, de allí que la actividad filosófica requería de ciertas condiciones, como el ocio, para alcanzar este placer pleno o goce del espíritu.
Por ello no nos sorprende que en la filosofía y la ciencia contemporánea, el pensamiento crítico y la actividad autónoma, no enajenada por los fenómenos del mundo moderno, formen una unidad y no se disocian. Henry Lefebvre, un sincero filósofo marxista escribe un ensayo memorable sobre Claude Lévi-Strauss, ese gigante de la antropología estructuralista, quien hace un rescate de los filósofos presocráticos llamados eleatas al convocar a un nuevo corriente de síntesis (el estructuralismo como nuevo eleatismo) que permita por fin restablecer esa coherente relación entre movimiento e inmovilismo, entre pensamiento y acción, escisión absurda entre los que piensan y los que hacen.
Por todo lo anterior, queremos finalizar con una justa reivindicación de las cigarras, animalitos injuriados y puestos como ejemplo, injustamente, de la falta de laboriosidad y la holgazanería. La cigarra es un insecto biológicamente útil, y su “canto” explicitado como parte de sus estrategias de reproducción. De allí que, a semejanza de la cigarra, la ociosidad humana que ha sido mal entendida, debe de ser recuperada para la plenitud del pensamiento y la actividad humanas.

sábado, 31 de diciembre de 2011

A MIS QUERIDOS AUSENTES


EL FIN DE AÑO APARECE COMO OPORTUNIDAD DE RECONCILIACIÓN Y NUEVAS OPORTUNIDADES. Pero también como momento de reflexión y de balance de aquello que aconteció en la escena política, o el recuento de los hechos de significación mundial o nacional, en la vida social o la cultura. Esta vez, desde esta ventana, no daré rienda suelta a mi imaginario literario, sólo quiero evocar a tres personas sencillas que sin embargo me dejaron huella indeleble, ese troquelado que solo la vida nos puede imprimir como enseñanza imperecedera. Voy a recordar en estas líneas a mis queridos ausentes, aquellos que una vez se fueron de este mundo, pero que siguen poblando mis recuerdos.
El primero que se marchó fue mi abuelo materno, Víctor, quien en medio de su actitud enérgica e inquebrantable, escondía una enorme bondad. Yo crecí literalmente a su sombra, disfrute de su pasión por la buena mesa en las furtivas incursiones que nos dispensaba junto a mi abuela por las viejas cocinas de los más afamados chifas de la calle Capón, aprendí a saborear mis primeros vinos y gusté -entre desvelos- de largas sesiones de café y filmes en blanco y negro, desde donde incorporé a Humphrey Bogart, Edward G. Robinson y James Cagney a mi santoral de cine negro; como también logre afianzar mi aprendizaje elemental de la lectura, pendiente de su recorrido obligado de los diarios, inclusive de La Tribuna (vocero aprista) que mi abuelo leía con obcecación para convencerse (por enésima vez) de que la línea del partido se había torcido buen tiempo atrás y que no quedaba casi nada del martirologio aprista de los 30 que a poco le cuesta la vida en la Revolución de Trujillo, pero lectura al fin que me sirvió de mucho para incorporar la importancia de la política como parte de mi dimensión cotidiana. Es desde la política y en la vida concreta que me legó ese apego fundamental por las cosas correctas, por la honestidad a prueba de cualquier apremio, por su sentido de dignidad capaz de renunciar a aquello que le podría dar satisfacción inmediata pero a costa de perder su ética personal y su probidad legendaria. Mi abuelo murió tal cual vivió: Digno y limpio. Esa fue la enseña que cuando todavía adolescente me legó a su partida.
La segunda persona que me toca evocar es la memoria de mi padre, Salvador, de quien me he referido varias veces antes, pero de quien además de legarme su pasión por la música clásica y los proyectos inverosímiles, pues aun cuando siempre intentó vivir pegados los pies a la tierra, no perdió jamás su enorme capacidad para soñar, y uno podía ver de cerca su enorme vocación por hacer de cada oportunidad un nuevo negocio del cual extraer honesta y legalmente alguna ganancia económica, pasión en la cual se enfrascó muchas veces siendo mordido por el fracaso, pero también coronó sus sienes con el laurel del triunfo, como quien fue con modestia, desde su fundo “Arco Iris” uno de los pioneros en la producción de espárragos, cuando nadie vaticinaba su posterior despliegue agro industrial. Pero Papa Chava me dio mucho más, junto con mi elemental silabario de derecho y cultura jurídica, me enseño el valor de la justicia y la manera como en la vida hay que conducirse al momento de tomar partido, asumiendo siempre el lado de los más débiles. Sus más de cuarenta años como abogado laboralista, siempre dispuesto a pelear todas la batallas, e incorruptible juez de trabajo, pues como magistrado siempre se supo mantener con independencia y proverbial autonomía, a salvo de presiones y amenazas de los más poderosos. Por encima de todo, la justicia, ese valor fue la herencia más valiosa que me dejara mi padre cuando partió hace más de una década.
Mi abuela Sofía fue una apasionada del cine y la música popular mexicana de los treinta y cuarenta. Suspiraba con las canciones de Negrete e Infante, tal cual jovenzuela de estos años, se colgaba del cuello de sus ídolos para robarles un beso y desprenderles un pañuelo de seda, cual trofeo codiciado, o llorar con desenfreno de mil sentimientos tal como lo hicieron miles de “viudas” desconsoladas a la muerte de sus amores de celuloide y acetato, y como lo hizo la joven señora Sofía a riesgo de recibir la reprimenda airada de mi abuelo. Justamente ese es el recuerdo imperecedero de la Sedamanos, como la llamaba por su apellido y sus maneras, y sobre todo por su especial forma de amar, de amar apasionadamente y por encima de las pasiones, como en su juventud a sus artistas preferidos, y luego con la madurez de los años con ese amor de madre y abuela, capaz de cualquier esfuerzo para defender a los suyos, pero complaciente hasta ceder a los caprichos de los hijos y nietos (afortunados mis hijos pues hasta meció la cuna de los biznietos), amor puro, sin medida, sin reserva. El amor que nos prodigaba mi abuela no conocía límites ni barreras. Mi abuela podía exponerse al mayor de los despojos, si acaso eso era el precio para consagrar su amor. Esa terca manera de amar, ese desenfreno de sentimientos que podía llevar a cualquier heroísmo, como buena leona que se reconocía, ese es el blasón que mi abuela me dejara, escudo impenetrable a cualquier infortunio y cobardía, que me hace recordar al poeta Ovidio: "Omnia Vincit Amor", pues el amor todo lo vence.
Sé que ahora estos tres personajes de mi familia ya no están más conmigo, sin embargo los siento tan cerca de mi como desde el primer día que los conocí. Son presencias innegables de mis días, me acompañan siempre, me vigilan y extienden su manto protector ante el peligro, me aconsejan cuando cavilo y no encuentro respuestas, y cuando estoy desmotivado me alientan, e inclusive me regañan blandamente cuando pareciera que quiero hundirme en la derrota. Porque de conjunto estos tres seres inolvidables me enseñaron, cada quien de su lado, de que la vida merece ser vivida, con lo mejor que tenemos, lo mejor que podemos. Que nuestra meta mayor es siempre aspirar a una vida mejor para todos. Eso es todo lo que tengo recordar este último día del año, pues esta es una lección que nuevamente debo de agradecer a mis queridos ausentes, una lección de vida que del todo no aprendí a valorar sino con su muerte.
31 de diciembre de 2011-1 de enero de 2012

domingo, 25 de diciembre de 2011

Corta, muy corta historia de Navidad


El niño miraba con sus ojos enormes la fila interminable de regalos. Ninguno era suyo, por supuesto. Pero el sólo quería mirar a la gente muy contenta, con sus billeteras y bolsos vacíos, pero con sus coches de compra a punto de reventar. Fue entonces que recordó que tenía algún dinero dentro de sus bolsillos. Las monedas tintinearon musicalmente al contacto con sus dedos pequeños y ávidos de fortuna. Deseo entonces sumarse tambien al torbellino de quienes estaban allí, camino entre las galeras del supermercado, vio muchas cosas bellas, pero de precios prohibitivos. Dio muchas vueltas alrededor de los artículos que allí se ofrecían. Al final, casi para nada alcanzaba su pequeño capital. Encontró en la sección de panadería un bizcocho de dulce, fragante y fresco, pero diminuto. Contó sus monedas y justo alcanzaba para adquirirlo. El niño se hizo lugar entre los adultos que disputaban su lugar en la cola y apuraban a la cajera con palabras destempladas. El niño después de mucho esperar llego a la caja, entrego el producto entre miradas poco amables, pues era casi miserable su compra en medio de personas que llevaban cosas mucho más voluminosas y caras. Al final salio del establecimiento, a pie, con su pequeña rosca de dulce. Camino hasta cerca del mercado. Busco entre los montículos de desperdicios a su amigo. Allí estaba, como siempre, envuelto entre mantas mugrientas y cartones. Se acercó despacio, con mucho respeto. El viejo lo miro circunspecto, fue cuando alcanzó a sus manos el humilde pan que traía envuelto. Lágrimas surgieron entonces de los ojos ajados de aquel hombre, un tímido gracias surgió de su boca desdentada. Feliz navidad, le musito el niño. Feliz navidad le respondió el indigente. De regreso a su casa, el niño sintió una alegría enorme, y asi en medio de la fiesta familiar el niño seguía esbozando esa bella sonrisa de satisfacción. Al día siguiente, con partes de su cena navideña envuelta en una bolsa de plástico fue a buscar al viejo. Mas no lo encontró por ningún lado, ni tampoco el basural cerca de ese mercado donde el anciano se cobijaba entre harapos. Sólo encontró una vereda limpia, y trabajadores que terminaban de barrer a manguerazos de agua el detritus acumulado en la calle. El niño se quedo mirando todo con ojos de incredulidad. En tanto, dos hombres que antes habían sembrado varias capas de un césped gordo y erizado sobre el terral, desplegaban para colgar una gran banderola de bonitos colores que rezaba “Obra: Recuperación de la Plaza de la Justicia Social. Feliz navidad para todos. Tu alcalde”

sábado, 17 de diciembre de 2011

LA ESPERA INDETENIBLE: VIDA Y MUERTE EN EL CANTO DE CESARIA EVORA


LA MUERTE ES UNA VISITA INVISIBLE. Su presencia nos revolotea sobre la cabeza, agitando nuestra respiración, oprimiéndonos el pecho, dejándonos ese dolor inespecífico que tal como llega se va.

La muerte suele besarnos a su paso. Nos deja en los labios un sabor acre, mientras sus manos descarnadas nos consuelan con una caricia fría y áspera. Adivinamos su paso por ese vaho a flores y agua guardada que nos invade profundamente y hiere nuestros sentidos. De pronto el dolor que nos laceraba el corazón y la cabeza cede despacio, hasta abandonarnos tristísimos, al borde de las lágrimas, a espera de algo que llamamos vagamente resignación.

Pero la muerte es la vida, o la vida es muerte, simultáneas, en competencia, en complemento, como lo escribió ese poeta argentino inclasificable que se llamó Roberto Juarroz: La muerte es otro hilo de la trama/Hay momentos en que podría penetrar en nosotros/con la misma naturalidad que el hilo de la vida/o el hilo del amor (Poesía Vertical, 1958). Esta es la misma sensación con la que hoy he recibido la muerte de Cesária Évora.

Mi primera audición de los temas de esta mujer, enorme de corazón y de arte, me significó una rara iluminación que solo experimente al escuchar antes a Billie Holiday, Edith Piaf o Maria Callas. Esa voz que no brota del equipo de reproducción sino que se aparea con el viento, que atiza los tizones del fuego de la vida, que recoge en cada solfeo el canto del pájaro herido que nos llama con su ala rota para hablarnos de amor y de su pesar. Cesária recogia en cada una de sus interpretaciones ese saber profundo de los sufrientes, de los excluidos, de aquellos que habiendo perdido todo, aun conservan el temple para denunciar al mundo el sentido de su ausencia, el agreste dominio del olvido, la irrenunciable voluntad por decirle a todos que mientras exista vida la muerte no ha de enseñorearse sobre el destino de hombres y mujeres.

El instrumento que Cesária empleaba para conjurar tales sentimientos era simplemente su voz prodigiosa y un ritmo “La morna”, una suerte de melodía nostálgica y de fácil recordación, que seguramente proviene emparentada con el fado portugués traído por el amo colonial, y que se confundió con la historia nacional para parirse como un nuevo género, que como tal debía convertirse en un medio para convocar al sentimiento caboverdiano, para hablar a los otros de su dilatada vida e historia de explotación y esclavismo, del inevitable exilio y de la propia muerte. Música que invoca sentimientos que encogen el corazón y ejercitan la memoria, ritmo lastimero a veces, pero siempre esperanzador y profundamente humano. Como la propia vida, como la propia muerte.
Pues con Cesária también aprendí que la vida y la muerte constituyen una celebración, de signo diferente, pero inseparables. Pues vida y muerte no constituyen una ruptura sino continuidad, permanencia, espera entre la sangría de las horas, encuentro final, redención, vida eterna. Esa espera de la muerte que se agazapa para darnos alcance, que no agota la vida pero que nos avisa a tiempo de la vana ilusión de alargar lo efímero de la existencia, que nos devela la irredenta verdad de que somos seres perentorios, y que luces y sombras nos aguardan para tocarnos el hombro, a espera de la vida, a espera de la muerte. Como hace unos días cuando, en silencio, evoqué la absurda muerte de John Lennon, o cuando me llegó la noticia inesperada de la muerte del profesor Carlos Franco, o como hoy, a escasas horas de que recibamos los 70 años de ese inmenso e inolvidable poeta que fue (y es) Luis Hernández Camarero, y es cuando resulta inevitable recordar su vida y su muerte.

Y Cesária estará allí, con sus vestidos multicolores y sus pies encallecidos, con su voz desgarrada y su risa fácil, sencilla y sublime, triste y feliz, con la vida en jirones, pero con su muerte intacta.

sábado, 13 de agosto de 2011

OFRENDA (*)


No se hace cuanto tiempo estoy dormido. Mi memoria se ha borrado de pronto. Escucho a diario un fuelle que respira por mí, y los pitidos de los aparatos a los que me tienen conectado. Esta oscuridad es amable conmigo, aún cuando es de noche siempre, no tengo miedo. A veces unas manos suaves que identifico como las de mi madre, tocan las mías, y a ratos escucho las voces de los buenos amigos, los que antes cuando me visitaban traían pizza y un buen vino, y teníamos tertulias inacabables. Cómo los extraño. Entre los músicos existe una rara complicidad. Somos una cofradía de locos soñadores, genios infinitos, ángeles sin alas que aprendemos a volar con el sólo impulso de una melodía. No sé porque alguna gente se echa a llorar en los pasillos. No me he muerto todavía, no hay ese frío que acaricia tu cuerpo, que hace etéreo tus órganos dañados. Mi boca está seca, pero mi corazón sigue latiendo, fuerte, beat, beat, beat, beat. Pero me caen bien algunas ráfagas de aire que me llegan de la calle, donde sé que mucha gente hace vigilia, y le deja a mi familia estampitas y fotocopias de oraciones, collages de mis fotos y algún generoso y desprendido hasta mis discos, seguro en ofrenda a alguien, de que a cambio de mi música me puedo poner de pie y echarme a andar. Pero déjame decirte que estoy vivo, siento que mi cuerpo aun es mi cuerpo, que no desfallezco, y que tercamente estoy tratando de afinar mi guitarra, templando mi alma y escuchando la potencia de los amplificadores que me llevaran nuevamente al bullicio, a las luces del concierto, a los gritos de las fans, y el llanto emocionado que siempre nos tributaban los más pibes, que seguramente aprendieron a escucharme de sus viejos. Me siento un poco cansado y quiero dormir. Es una ventaja tener los ojos cerrados siempre, aunque a veces me da un poco de miedo que de tanto tenerlos asi no pueda abrirlos de nuevo. A veces me dan ganas de pararme en el alfeizar de la ventana, con la bata blanca con que me han cubierto, revisar mis brazos y piernas, que me duelen un poco y están algo temblorosas, pero no han adelgazado mucho, están todavía recias para una larga caminata. Como quisiera sentir que una fuerza natural que me lleva por mi Buenos Aires querido, y cantar en voz en cuello, descalzo y feliz mi canción animal. Pero, no se aflijan, aún estoy vivo y peleo por seguir estándolo. Al final sé que me verán volver, porque un hombre alado, extraña la tierra.

(*) Escribí este texto hace buen tiempo, y todavía creo que es vigente. Feliz día Gustavo, te seguiremos esperando, tanto como te seguimos queriendo.

jueves, 28 de julio de 2011

TCHAIKOVSKI Y LA IDEA DE PATRIA






Desde la primera vez que escuché la Obertura 1812 de Piotr Ilich Tchaikovski (Opus 49, 1880) no deje de sentirme enormemente emocionado. Es tanto el simbolismo que entraña esta composición, muy propia al romanticismo de este autor universal nacido en la Rusia zarista que la idea de patria que aparece en sus acordes suele ser inconfundible. Posteriormente la he escuchado muchas veces, y la he silbado -y tal vez usted también amable lector-, pues fue la tonada favorita y muchas veces repetida en ese memorable Mr. Keating (magnífico Robin Williams) en La sociedad de los poetas muertos, ("Dead Poets Society", Peter Weir, 1989).


Justamente si la clave de esta película es el ejercicio de la libertad individual, la música del genio ruso representaba la persistencia de la libertad de una nación. Y es que la voluntad de la patria es además de la pertenencia, de la existencia de una comunidad nacional, es su sentido autonómico, de independencia, de romper las trabas, las ataduras o las cadenas de otro poder que la sojuzga. Eso puede apreciarse en todos sus matices en esta obra monumental, que ciertamente no fue muy bien apreciada desde sus inicios, tomada como el mismo autor como un batiburrillo de temas (Mundy 1998)1, para lo cual no se exigió en su talento, menos se sintió identificado con el motivo de su composición(conmemoración del reinado de Alejandro II) y para colmo acompañada de hechos infortunados como la muerte del propio Zar entre otros incidentes, asi como las limitaciones que encontró para su ejecución tal como la concibió el propio Tchaikovski y que parece nunca pudo escuchar en todo su esplendor.


Sin embargo la magnificencia de esta composición como una pieza solemne de homenaje a la derrota de Napoleón Bonaparte en su campaña en Rusia, nos lleva a cumbres musicales irrepetibles. En tal sentido esta mezcla de melodías que van desde la música religiosa, el folclore ruso, himnos nacionales y marchas guerreras, entre sonidos de campanas y cañonazos, permiten identificar en esta obra momentos muy bien definidos que relatan la epopeya del pueblo ruso para resistir y vencer a los franceses: La confusión y el estupor ante la inminencia, la humillación de la derrota y la huida de las tropas zaristas, el avance inmisericorde de los franceses aplicando la política de todo ejército invasor de dejar tierra arrasada a su paso, la impotencia de los rusos ante la ocupación efectuada por los vencedores, la súplica por un milagro que salve a la patria, la actuación inexorable del "general invierno" diezmando las tropas napoleónicas, obligando a su retroceso y posterior desbandada, los vencidos que toman venganza ante la afrenta a su madrecita Rusia que terminan por perseguir a los franceses, dando vuelta a los cañones que dejaron en su retirada.


Nunca antes en una composición, salvo la grandilocuencia pangermánica de Wagner, o los sonidos del checo Bedrich Smetana en su búsqueda por una música nacional (camino seguido luego por Dvorak) y el húngaro Béla Bartók en sus incursiones por la etnomusicología y sus esfuerzos por entroncar la música popular y la música clásica (teniendo como antecedente la obra del alemán Johannes Brahms del cual se puede escuchar Las danzas húngaras, por ejemplo), pudieron mostrar la posibilidad de dar cuenta de la historia y los significados de expresar sentimientos y connotaciones de patria, marcando de estas maneras las huellas para el encuentro entre lo nacional y lo universal.


Por ello, no encontramos nada comparable a los profundos sentimientos de esa pieza maestra del ruso, el develar recurrente de una música que exalta sentimientos mayores, que confunden la espiritualidad y el amor a la patria, amenazada o en peligro, hollada y luego reivindicada, renacida como el fénix de los humeantes escombros de la guerra. Tal vez hubiéramos requerido algo similar antes de vivir el desastre de la Guerra del Pacífico, al menos algo cercano a esa obra épica tan cercana a estas festividades patrias como La Sinfonía Junín y Ayacucho (1974) de nuestro Eduardo Iturriaga Romero, que en cada audición nos pone en sintonía con la épica de la guerra de independencia y el reto permanente por seguir siendo libres e independientes.


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(1) Simon Mundy. Tchaikovski. Barcelona, Ma Non Troppo, 1998


Puede escuchar la obra de P.I. Tchaikovski en: http://www.youtube.com/watch?v=4C-YSq5flow&feature=related y la sinfonía de Iturriaga en: http://www.youtube.com/watch?v=Jo9LvgY1dVs