sábado, 31 de diciembre de 2011

A MIS QUERIDOS AUSENTES


EL FIN DE AÑO APARECE COMO OPORTUNIDAD DE RECONCILIACIÓN Y NUEVAS OPORTUNIDADES. Pero también como momento de reflexión y de balance de aquello que aconteció en la escena política, o el recuento de los hechos de significación mundial o nacional, en la vida social o la cultura. Esta vez, desde esta ventana, no daré rienda suelta a mi imaginario literario, sólo quiero evocar a tres personas sencillas que sin embargo me dejaron huella indeleble, ese troquelado que solo la vida nos puede imprimir como enseñanza imperecedera. Voy a recordar en estas líneas a mis queridos ausentes, aquellos que una vez se fueron de este mundo, pero que siguen poblando mis recuerdos.
El primero que se marchó fue mi abuelo materno, Víctor, quien en medio de su actitud enérgica e inquebrantable, escondía una enorme bondad. Yo crecí literalmente a su sombra, disfrute de su pasión por la buena mesa en las furtivas incursiones que nos dispensaba junto a mi abuela por las viejas cocinas de los más afamados chifas de la calle Capón, aprendí a saborear mis primeros vinos y gusté -entre desvelos- de largas sesiones de café y filmes en blanco y negro, desde donde incorporé a Humphrey Bogart, Edward G. Robinson y James Cagney a mi santoral de cine negro; como también logre afianzar mi aprendizaje elemental de la lectura, pendiente de su recorrido obligado de los diarios, inclusive de La Tribuna (vocero aprista) que mi abuelo leía con obcecación para convencerse (por enésima vez) de que la línea del partido se había torcido buen tiempo atrás y que no quedaba casi nada del martirologio aprista de los 30 que a poco le cuesta la vida en la Revolución de Trujillo, pero lectura al fin que me sirvió de mucho para incorporar la importancia de la política como parte de mi dimensión cotidiana. Es desde la política y en la vida concreta que me legó ese apego fundamental por las cosas correctas, por la honestidad a prueba de cualquier apremio, por su sentido de dignidad capaz de renunciar a aquello que le podría dar satisfacción inmediata pero a costa de perder su ética personal y su probidad legendaria. Mi abuelo murió tal cual vivió: Digno y limpio. Esa fue la enseña que cuando todavía adolescente me legó a su partida.
La segunda persona que me toca evocar es la memoria de mi padre, Salvador, de quien me he referido varias veces antes, pero de quien además de legarme su pasión por la música clásica y los proyectos inverosímiles, pues aun cuando siempre intentó vivir pegados los pies a la tierra, no perdió jamás su enorme capacidad para soñar, y uno podía ver de cerca su enorme vocación por hacer de cada oportunidad un nuevo negocio del cual extraer honesta y legalmente alguna ganancia económica, pasión en la cual se enfrascó muchas veces siendo mordido por el fracaso, pero también coronó sus sienes con el laurel del triunfo, como quien fue con modestia, desde su fundo “Arco Iris” uno de los pioneros en la producción de espárragos, cuando nadie vaticinaba su posterior despliegue agro industrial. Pero Papa Chava me dio mucho más, junto con mi elemental silabario de derecho y cultura jurídica, me enseño el valor de la justicia y la manera como en la vida hay que conducirse al momento de tomar partido, asumiendo siempre el lado de los más débiles. Sus más de cuarenta años como abogado laboralista, siempre dispuesto a pelear todas la batallas, e incorruptible juez de trabajo, pues como magistrado siempre se supo mantener con independencia y proverbial autonomía, a salvo de presiones y amenazas de los más poderosos. Por encima de todo, la justicia, ese valor fue la herencia más valiosa que me dejara mi padre cuando partió hace más de una década.
Mi abuela Sofía fue una apasionada del cine y la música popular mexicana de los treinta y cuarenta. Suspiraba con las canciones de Negrete e Infante, tal cual jovenzuela de estos años, se colgaba del cuello de sus ídolos para robarles un beso y desprenderles un pañuelo de seda, cual trofeo codiciado, o llorar con desenfreno de mil sentimientos tal como lo hicieron miles de “viudas” desconsoladas a la muerte de sus amores de celuloide y acetato, y como lo hizo la joven señora Sofía a riesgo de recibir la reprimenda airada de mi abuelo. Justamente ese es el recuerdo imperecedero de la Sedamanos, como la llamaba por su apellido y sus maneras, y sobre todo por su especial forma de amar, de amar apasionadamente y por encima de las pasiones, como en su juventud a sus artistas preferidos, y luego con la madurez de los años con ese amor de madre y abuela, capaz de cualquier esfuerzo para defender a los suyos, pero complaciente hasta ceder a los caprichos de los hijos y nietos (afortunados mis hijos pues hasta meció la cuna de los biznietos), amor puro, sin medida, sin reserva. El amor que nos prodigaba mi abuela no conocía límites ni barreras. Mi abuela podía exponerse al mayor de los despojos, si acaso eso era el precio para consagrar su amor. Esa terca manera de amar, ese desenfreno de sentimientos que podía llevar a cualquier heroísmo, como buena leona que se reconocía, ese es el blasón que mi abuela me dejara, escudo impenetrable a cualquier infortunio y cobardía, que me hace recordar al poeta Ovidio: "Omnia Vincit Amor", pues el amor todo lo vence.
Sé que ahora estos tres personajes de mi familia ya no están más conmigo, sin embargo los siento tan cerca de mi como desde el primer día que los conocí. Son presencias innegables de mis días, me acompañan siempre, me vigilan y extienden su manto protector ante el peligro, me aconsejan cuando cavilo y no encuentro respuestas, y cuando estoy desmotivado me alientan, e inclusive me regañan blandamente cuando pareciera que quiero hundirme en la derrota. Porque de conjunto estos tres seres inolvidables me enseñaron, cada quien de su lado, de que la vida merece ser vivida, con lo mejor que tenemos, lo mejor que podemos. Que nuestra meta mayor es siempre aspirar a una vida mejor para todos. Eso es todo lo que tengo recordar este último día del año, pues esta es una lección que nuevamente debo de agradecer a mis queridos ausentes, una lección de vida que del todo no aprendí a valorar sino con su muerte.
31 de diciembre de 2011-1 de enero de 2012

domingo, 25 de diciembre de 2011

Corta, muy corta historia de Navidad


El niño miraba con sus ojos enormes la fila interminable de regalos. Ninguno era suyo, por supuesto. Pero el sólo quería mirar a la gente muy contenta, con sus billeteras y bolsos vacíos, pero con sus coches de compra a punto de reventar. Fue entonces que recordó que tenía algún dinero dentro de sus bolsillos. Las monedas tintinearon musicalmente al contacto con sus dedos pequeños y ávidos de fortuna. Deseo entonces sumarse tambien al torbellino de quienes estaban allí, camino entre las galeras del supermercado, vio muchas cosas bellas, pero de precios prohibitivos. Dio muchas vueltas alrededor de los artículos que allí se ofrecían. Al final, casi para nada alcanzaba su pequeño capital. Encontró en la sección de panadería un bizcocho de dulce, fragante y fresco, pero diminuto. Contó sus monedas y justo alcanzaba para adquirirlo. El niño se hizo lugar entre los adultos que disputaban su lugar en la cola y apuraban a la cajera con palabras destempladas. El niño después de mucho esperar llego a la caja, entrego el producto entre miradas poco amables, pues era casi miserable su compra en medio de personas que llevaban cosas mucho más voluminosas y caras. Al final salio del establecimiento, a pie, con su pequeña rosca de dulce. Camino hasta cerca del mercado. Busco entre los montículos de desperdicios a su amigo. Allí estaba, como siempre, envuelto entre mantas mugrientas y cartones. Se acercó despacio, con mucho respeto. El viejo lo miro circunspecto, fue cuando alcanzó a sus manos el humilde pan que traía envuelto. Lágrimas surgieron entonces de los ojos ajados de aquel hombre, un tímido gracias surgió de su boca desdentada. Feliz navidad, le musito el niño. Feliz navidad le respondió el indigente. De regreso a su casa, el niño sintió una alegría enorme, y asi en medio de la fiesta familiar el niño seguía esbozando esa bella sonrisa de satisfacción. Al día siguiente, con partes de su cena navideña envuelta en una bolsa de plástico fue a buscar al viejo. Mas no lo encontró por ningún lado, ni tampoco el basural cerca de ese mercado donde el anciano se cobijaba entre harapos. Sólo encontró una vereda limpia, y trabajadores que terminaban de barrer a manguerazos de agua el detritus acumulado en la calle. El niño se quedo mirando todo con ojos de incredulidad. En tanto, dos hombres que antes habían sembrado varias capas de un césped gordo y erizado sobre el terral, desplegaban para colgar una gran banderola de bonitos colores que rezaba “Obra: Recuperación de la Plaza de la Justicia Social. Feliz navidad para todos. Tu alcalde”

sábado, 17 de diciembre de 2011

LA ESPERA INDETENIBLE: VIDA Y MUERTE EN EL CANTO DE CESARIA EVORA


LA MUERTE ES UNA VISITA INVISIBLE. Su presencia nos revolotea sobre la cabeza, agitando nuestra respiración, oprimiéndonos el pecho, dejándonos ese dolor inespecífico que tal como llega se va.

La muerte suele besarnos a su paso. Nos deja en los labios un sabor acre, mientras sus manos descarnadas nos consuelan con una caricia fría y áspera. Adivinamos su paso por ese vaho a flores y agua guardada que nos invade profundamente y hiere nuestros sentidos. De pronto el dolor que nos laceraba el corazón y la cabeza cede despacio, hasta abandonarnos tristísimos, al borde de las lágrimas, a espera de algo que llamamos vagamente resignación.

Pero la muerte es la vida, o la vida es muerte, simultáneas, en competencia, en complemento, como lo escribió ese poeta argentino inclasificable que se llamó Roberto Juarroz: La muerte es otro hilo de la trama/Hay momentos en que podría penetrar en nosotros/con la misma naturalidad que el hilo de la vida/o el hilo del amor (Poesía Vertical, 1958). Esta es la misma sensación con la que hoy he recibido la muerte de Cesária Évora.

Mi primera audición de los temas de esta mujer, enorme de corazón y de arte, me significó una rara iluminación que solo experimente al escuchar antes a Billie Holiday, Edith Piaf o Maria Callas. Esa voz que no brota del equipo de reproducción sino que se aparea con el viento, que atiza los tizones del fuego de la vida, que recoge en cada solfeo el canto del pájaro herido que nos llama con su ala rota para hablarnos de amor y de su pesar. Cesária recogia en cada una de sus interpretaciones ese saber profundo de los sufrientes, de los excluidos, de aquellos que habiendo perdido todo, aun conservan el temple para denunciar al mundo el sentido de su ausencia, el agreste dominio del olvido, la irrenunciable voluntad por decirle a todos que mientras exista vida la muerte no ha de enseñorearse sobre el destino de hombres y mujeres.

El instrumento que Cesária empleaba para conjurar tales sentimientos era simplemente su voz prodigiosa y un ritmo “La morna”, una suerte de melodía nostálgica y de fácil recordación, que seguramente proviene emparentada con el fado portugués traído por el amo colonial, y que se confundió con la historia nacional para parirse como un nuevo género, que como tal debía convertirse en un medio para convocar al sentimiento caboverdiano, para hablar a los otros de su dilatada vida e historia de explotación y esclavismo, del inevitable exilio y de la propia muerte. Música que invoca sentimientos que encogen el corazón y ejercitan la memoria, ritmo lastimero a veces, pero siempre esperanzador y profundamente humano. Como la propia vida, como la propia muerte.
Pues con Cesária también aprendí que la vida y la muerte constituyen una celebración, de signo diferente, pero inseparables. Pues vida y muerte no constituyen una ruptura sino continuidad, permanencia, espera entre la sangría de las horas, encuentro final, redención, vida eterna. Esa espera de la muerte que se agazapa para darnos alcance, que no agota la vida pero que nos avisa a tiempo de la vana ilusión de alargar lo efímero de la existencia, que nos devela la irredenta verdad de que somos seres perentorios, y que luces y sombras nos aguardan para tocarnos el hombro, a espera de la vida, a espera de la muerte. Como hace unos días cuando, en silencio, evoqué la absurda muerte de John Lennon, o cuando me llegó la noticia inesperada de la muerte del profesor Carlos Franco, o como hoy, a escasas horas de que recibamos los 70 años de ese inmenso e inolvidable poeta que fue (y es) Luis Hernández Camarero, y es cuando resulta inevitable recordar su vida y su muerte.

Y Cesária estará allí, con sus vestidos multicolores y sus pies encallecidos, con su voz desgarrada y su risa fácil, sencilla y sublime, triste y feliz, con la vida en jirones, pero con su muerte intacta.