sábado, 17 de diciembre de 2011

LA ESPERA INDETENIBLE: VIDA Y MUERTE EN EL CANTO DE CESARIA EVORA


LA MUERTE ES UNA VISITA INVISIBLE. Su presencia nos revolotea sobre la cabeza, agitando nuestra respiración, oprimiéndonos el pecho, dejándonos ese dolor inespecífico que tal como llega se va.

La muerte suele besarnos a su paso. Nos deja en los labios un sabor acre, mientras sus manos descarnadas nos consuelan con una caricia fría y áspera. Adivinamos su paso por ese vaho a flores y agua guardada que nos invade profundamente y hiere nuestros sentidos. De pronto el dolor que nos laceraba el corazón y la cabeza cede despacio, hasta abandonarnos tristísimos, al borde de las lágrimas, a espera de algo que llamamos vagamente resignación.

Pero la muerte es la vida, o la vida es muerte, simultáneas, en competencia, en complemento, como lo escribió ese poeta argentino inclasificable que se llamó Roberto Juarroz: La muerte es otro hilo de la trama/Hay momentos en que podría penetrar en nosotros/con la misma naturalidad que el hilo de la vida/o el hilo del amor (Poesía Vertical, 1958). Esta es la misma sensación con la que hoy he recibido la muerte de Cesária Évora.

Mi primera audición de los temas de esta mujer, enorme de corazón y de arte, me significó una rara iluminación que solo experimente al escuchar antes a Billie Holiday, Edith Piaf o Maria Callas. Esa voz que no brota del equipo de reproducción sino que se aparea con el viento, que atiza los tizones del fuego de la vida, que recoge en cada solfeo el canto del pájaro herido que nos llama con su ala rota para hablarnos de amor y de su pesar. Cesária recogia en cada una de sus interpretaciones ese saber profundo de los sufrientes, de los excluidos, de aquellos que habiendo perdido todo, aun conservan el temple para denunciar al mundo el sentido de su ausencia, el agreste dominio del olvido, la irrenunciable voluntad por decirle a todos que mientras exista vida la muerte no ha de enseñorearse sobre el destino de hombres y mujeres.

El instrumento que Cesária empleaba para conjurar tales sentimientos era simplemente su voz prodigiosa y un ritmo “La morna”, una suerte de melodía nostálgica y de fácil recordación, que seguramente proviene emparentada con el fado portugués traído por el amo colonial, y que se confundió con la historia nacional para parirse como un nuevo género, que como tal debía convertirse en un medio para convocar al sentimiento caboverdiano, para hablar a los otros de su dilatada vida e historia de explotación y esclavismo, del inevitable exilio y de la propia muerte. Música que invoca sentimientos que encogen el corazón y ejercitan la memoria, ritmo lastimero a veces, pero siempre esperanzador y profundamente humano. Como la propia vida, como la propia muerte.
Pues con Cesária también aprendí que la vida y la muerte constituyen una celebración, de signo diferente, pero inseparables. Pues vida y muerte no constituyen una ruptura sino continuidad, permanencia, espera entre la sangría de las horas, encuentro final, redención, vida eterna. Esa espera de la muerte que se agazapa para darnos alcance, que no agota la vida pero que nos avisa a tiempo de la vana ilusión de alargar lo efímero de la existencia, que nos devela la irredenta verdad de que somos seres perentorios, y que luces y sombras nos aguardan para tocarnos el hombro, a espera de la vida, a espera de la muerte. Como hace unos días cuando, en silencio, evoqué la absurda muerte de John Lennon, o cuando me llegó la noticia inesperada de la muerte del profesor Carlos Franco, o como hoy, a escasas horas de que recibamos los 70 años de ese inmenso e inolvidable poeta que fue (y es) Luis Hernández Camarero, y es cuando resulta inevitable recordar su vida y su muerte.

Y Cesária estará allí, con sus vestidos multicolores y sus pies encallecidos, con su voz desgarrada y su risa fácil, sencilla y sublime, triste y feliz, con la vida en jirones, pero con su muerte intacta.