martes, 14 de febrero de 2012

LA REINVENCIÓN DE PATRICIO





Lamió con deleite el sabor de la sal que le dejara la brisa de la tarde adherida en el ralo bigote. No sintió nada bajo el costado siempre adolorido. En el lugar de la herida, antes sangrante, aparece ahora una leve costra escarlata, del color del vino, del lacre oscuro de las cartas que dejo de recibir, allende cruzando el mar. ¿De dónde venían? No importaba el país o el reino, sólo sabía que provenían de sus manos, de sus manos pequeñas y perfumadas. Manos que escribieron con letra menuda, redonda, arabescos de flores, de animalitos curiosos que se ponían una a una sobre las líneas uniformes, diciendo cosas imposibles, sueños irredentos, aventuras nunca vividas pero siempre embriagantes de pasiones y peligros. La recordaba, apenas vestida con una bata de tul, acodada en el balcón, aspirando la brisa salobre del mar, inmenso y ceniciento, apenas una manta donde se reflejaba la luz de la luna, y una y otra estrella se engarzaba en sus olas perdidas en el abrazo lejano de una gaviota, un somormujo, quizá de un albatros. De pronto se inclinó, el dolor nuevamente vino a cubrir el silencio de la tarde, la arena manchada por escupitajos de mar, del quiebre de las olas sobre los arrecifes, las paredes de la celda están cubiertas de inscripciones hechas con lajas de piedra, extraídas de las propias paredes. Se detuvo a mirar una de ellas, parecía mucha más antigua que las demás, pero a diferencia de las otras que leyó antes, esta no es una maldición, ni una obscenidad, tampoco una oración de esperanza, es un poema, breve y casi ilegible, encerrado en un corazón algo deforme:

Seul l'amour,
Quand tu es seul,
Seul l'amour.

“Sólo el amor/Cuando estas solo/Sólo el amor”, decía la inscripción en mal francés. Patricio recordó entonces cuantas veces estuvo sólo, perdido en esa tormenta de arena que es la soledad, donde sólo oyes el ruido de tu corazón. Nada más, pues estas solo. Literalmente. Recordó entonces la última de las cartas de su amada. Esa carta que salvo de perecer en medio del naufragio, cuando aferrado a la viga de un trinquete de la nao siniestrada, se sostenía abrazado al cofre lastrado de sus recuerdos.
Tomo entonces una de sus cartas amarillentas, apenas unas alas de mariposa, con una tinta sepia que la hacía más pálida. La leyó despacio, sin evitar que unas lágrimas gruesas corrieran por sus mejillas. Era una nota de despedida, y su última frase se le atragantó nuevamente como en cada vez que la releía. “…Adiós amor, aun cuando se ama, se sabe decir también adiós. Ve con toda la fuerza del amor que aun siento por ti, en estos momentos que mi vida se extingue. Solo deseo que conserves este sentimiento, como una fuerza que te acompañará siempre. Pero aun cuando ya no volvamos a estar juntos nuevamente, no dejes de amar, el amor vive siempre, esta entre nosotros todos los días de nuestra vida, en los pequeños detalles de lo que vivimos a diario, y no solo en el recuerdo de quien nos amó. El amor es vida, y la vida siempre derrota a la muerte. Por eso y por el amor que siempre nos tuvimos, tienes que seguir viviendo, por eso tienes la obligación de seguir amando. Te amo”.
Patricio se incorporó lentamente, miró nuevamente por la ventana, allá estaba el mar que lo había traído. Lo esperaba como siempre. Tomó los barrotes de su celda, tiró de ellos con firmeza y la puerta cedió. Siempre estuvo abierta.